miércoles, 22 de marzo de 2017

La Tacita - Diario de Viaje



                Hace un par de semanas me fui de viaje al norte.

                Ahora que me vine un tipo grande quiero conocer  los lugares del país que aún no he visitado.  Así que cada tanto tomo mi bolso de mano, reservo un pasaje de avión y me largo de Buenos Aires. En este Marzo anduve por Salta y Jujuy.  Siempre sin equipaje y alejado de los circuitos tradicionales.

    Trato de frecuentar lugares pero también de conocer gente.         

                Me establecí en el centro, en un hotel de amplias habitaciones. El cuarto daba a la calle y estaba muy bien instalado, pero para llegar hasta el baño debía de caminar casi siete metros.  No entiendo porque algunos hoteles hacen cuartos tan amplios. Aquella misma tarde salí a recorrer el centro de la ciudad. Aquí en el país a Salta la llamamos “La linda” y bien que se lo merece porque es linda de verdad.

Sin embargo yo buscaba un bar y lo hallé. No me convencían del todo algunos lugares modernos y con acrílico que bordeaban la plaza principal. Encontré “La tacita”, un pequeño bar a pocas cuadras del centro y allí me instalé. El dueño era Porfirio, un señor de origen boliviano (según me enteré después) pero que con su nombre me trajo fuertes reminiscencias mejicanas.  Me sonaba a cantante de boleros o algo así. Lo cierto es que terminó por decirme que lo llamara “Porfi” y eso finalmente lo argentinizó.  Ya se sabe la tendencia que tenemos aquí de utilizar apócopes.

– ¿Qué desea beber el señor? –me dijo.

–Estoy en Salta –respondí– qué mejor que un té de coca.

Y a partir de aquel día nunca dejé de ir.

Andaba frecuentando la ciudad, subiendo a los cerros y todas esas cosas. Incluso me deslumbré en la Catedral, debido al altar mayor, absolutamente de oro puro.

Pero siempre regresaba a beber algo a lo de Porfi.

A la segunda o tercera tarde un equipo de gente se instaló en el bar. Eran de un grupo conservacionista. Venían a poner fotografías en las paredes de la “Integridad Verde  de Salta” y Porfi los dejó.  Llevaban unas treinta o cuarenta fotos y entre todos rodearon la mesa. Yo intenté beber mi vino blanco y restarles importancia pero en algún momento pregunté “¿Ése animal negro, qué es?”

Y una mujer bella y un tanto madura que se hallaba a mi lado giró, mientras me miraba a los ojos y dijo:

– ¿El porteño no conoce al tapir?

No sé porqué dio por sentado que yo era  porteño, pero cómo lo que afirmó era cierto, entonces no quise responderle nada.

–Donde vivo –dije– no suele andar caminando  por la calle ningún tapir.  Y luego le puse la mejor sonrisa con  la que contaba. Eso alcanzo para que me invitara a recorrer juntos cada una de las fotos y entonces le dije que sí.

Su nombre era Estela, ingeniera agrónoma, casada con un hijo de dieciséis años, absolutamente comprometida con el conflicto conservacionista y que nunca había conocido Buenos Aires.

Incluso dejó de lado en esa lucha su vida personal.

En aquel tiempo de mi viaje había una huelga docente en el país y yo le pregunté si el muchacho iba a la escuela y entonces me respondió:

–Ya es grande, seguro que se va a arreglar.

Pero en otros sentidos era una gran persona. A veces charlábamos y enseguida noté de su condición de mujer apasionada. Salta comienza (es una forma de decir) en la cordillera de los Andes y termina en las llanuras y selvas del Chaco. Eso me enteré conversando con ella. “Tiene el mayor ecosistema del país.” –me dijo al final de la charla.

Lo cierto es que esa misma noche asistí a una conferencia que el grupo daba en un salón del barrio Santa Clara y al final terminamos brindando en La Tacita. A Porfi no le hizo demasiada gracia. No era un hombre al que le gustara cerrar el bar demasiado tarde.

El día siguiente fuimos juntos al Teatro Provincial y la sinfónica tocó a Mahler. La entrada era gratis, solo había que estar una hora antes. Y un día después volvimos a ese mismo teatro a escuchar folclore pero en este caso nos tocó pagar entrada.

Y casi sin darnos cuenta, Estela y yo fuimos arrimando nuestras vidas el uno al otro. 

Finalmente nos encontramos por última vez en La Tacita a tomar un café. (Aunque el café de Porfi era un verdadero desastre). Ella debía regresar a Rosario de Lerma y yo viajaba a San Salvador de Jujuy.  En mi caso por vencer la obsesión a la altura y en el de Estela por alguna cuestión con el hijo que no me quiso aclarar.

­–Quiero agradecerte que no  me hayas presionado. –comentó  mientras tomaba mis manos sobre la mesa.

–Te espero en Buenos Aires. –respondí– Algún día tendrás que llegar.

Luego intercambiamos  teléfonos, emails y whatsapps, acorde a los tiempos que corren. Y me fui con ella en taxi hasta la Terminal.

Mas tarde regresé a mi hotel, al de los cuartos amplios, al del baño a siete metros y me puse a dormir tratando de no pensar en nada.

La mañana siguiente me esperaba la ruta.

Y nada me gusta más que viajar.




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