Respecto del determinismo, sabrás que necesito
decirte algunas cosas.
Cosas que son muy importantes para mí.
No importa,
en este caso, si lo que voy a decirte lo dijo antes Spinoza.
El judío
Baruch Spinoza, el de las tierras bajas de Holanda, ese que tú ya conoces muy
bien. No hay coincidencia entre el enunciado y la oración. Uno enuncia una cosa
y termina por decir otra. Tampoco existen parámetros para medir lo
indeterminable. Las cosas se determinan ajenas a nuestra voluntad y a nuestros
deseos más profundos. Yo siempre te dije –y tú nunca aceptaste– que la psicología no era
más que un mito. Hablabas siempre de una relación opresiva con tu padre. Te
regodeabas en adjudicar culpas a los otros.
A mí me
extrañaba que una mujer tan inteligente procediera de ese modo.
¿Te
recuerdas aquel día no es cierto?
Llegué a
la editorial con mi manuscrito debajo del brazo. Bueno bah, llamarlo manuscrito
es inexacto. Era una copia escrita en Word y en el formato A 4. Tú estabas en la
oficina anterior al Gran Jefe. Con tu pelo rubio y esa cola de caballo tan
perfecta y lacia que parecía la de Palas Atenea. No sé bien que sentiste en ese
instante porque nunca me lo aclaraste del todo pero yo sí puedo decirte lo que
sentí: por momentos me pareció que el
“manuscrito” temblaba debajo de mi brazo. Y luego la entrevista con el Gran
Jefe y su rechazo a mi novela pero además, oh sorpresa, la propuesta de que
trabajara para él y que me convirtiera en productor y lo asesorara en las
publicaciones. Creo que nunca te lo imaginaste, y para decir verdad, yo tampoco.
Causa y efecto, determinismo puro. Un hecho sucede y provoca un efecto y ese
efecto se transforma en causa de otro efecto.
Es imposible
esperar algo diferente.
Yo cometí el
inconmensurable error de proponerme como el gran amigo tuyo y eso convirtió en
cero mis probabilidades de llevarte a la cama.
A veces
bebíamos juntos en los bares en el atardecer de la ciudad, como dos compinches,
como dos simples camaradas que frecuentaban las oficinas de la editorial. No
nos contábamos demasiadas cosas, eso es cierto, en mi caso por pudor y en el
tuyo porque yo no te lo permitía. Y luego lo inesperado y el asombro: el Gran
Jefe nos invitó a su casa. Una estancia en las afueras de la ciudad que la multinacional
le alquilaba para su esparcimiento. El Gran Jefe había nacido en Monterrey, en
tierras mexicanas pero estaba
absolutamente enamorado de la ciudad de Buenos Aires. A veces me confesaba, frente a los desatinos
económicos de los argentinos, que temía que la Casa Central en Europa lo
enviara a otra parte.
Y se dio una
amistad entre los cuatro. El Gran Jefe,
su esposa y nosotros dos.
¿Te lo
recuerdas no es cierto?
Casi un año
entero estuvimos los cuatro compartiendo aquellas reuniones.
Una noche te
llevé en taxi hasta tu casa y te recostaste en mi hombro en el trayecto. Creo
que aquello fue cruel para mí. En especial porque intenté besarte ni bien
llegamos al lugar y enseguida bajaste
del auto.
Luego los
sucesos se aceleraron como se suele acelerar la historia.
El Gran Jefe
recibió una solicitud de una novela de autor joven de parte de Gallimard de
Francia y te encargó que tradujeras la mía. Yo ya tenía 45 años, así que eso de
“autor joven” era un poco relativo. Pero no por eso dejé de disfrutar de lo que
sucedía.
Hoy los años
pasaron cómo en el vértigo incomprensible de los hechos que nos cuesta
comprender a todo el mundo. Y hasta de siglo hemos cambiado.
A mí me
hubiera gustado besarte, te lo juro. A mí me hubiera gustado que prefirieras
que fuera tu amante y no tu amigo pero bueno, así han sido las cosas y así las
dispuso el destino.
Hoy tengo,
de testigos, cada una de las esquinas de la ciudad y de los recodos de sus
calles tratando que te recuerde de ese modo. No tengo alternativas. O soy parte
de tus recuerdos o necesariamente tendré que olvidarte.
El Gran Jefe
enseguida murió, de causas naturales, en
la Ciudad de México, allá por la populosa zona que tiene salida hacia Cuernavaca.
Su esposa reside hoy en los suburbios de
París, viviendo de la pensión de su marido. Y tú te encuentras en el lugar de
mis sueños más profundos. En una oficina del Universo indeterminable, rebatiendo
los principios del azar. Permaneciendo
alerta para dictarme las normas que se supone que persigue tu alma.
Y con
respecto a mí, ya sabes, no necesito aclararlo, siempre he sido tu secreto
enamorado desde aquella vez que me acerqué a tu encuentro con mi manuscrito de
formato A 4 debajo del brazo.
Las cosas
suceden por necesidad en el mundo y yo siempre me he tomado la cuestión con
calma. Determinismo puro. Cuestiones de
Spinoza, el judío Baruch Spinoza del que te hablé en un principio y que naciera
en las tierras bajas de Holanda.
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