miércoles, 26 de diciembre de 2018

Magda


            Pablo no ha pasado una buena noche.
            Ayer estuvo en la  casa casi todo el día; en realidad, desde la temprana tarde.
Se dedicó en especial a pintar sus acuarelas y a beber el vino barato que tanto le gustaba. Sus pocos amigos de los últimos años siempre se burlaron de él y de la costumbre de comprar ese torrontés envasado en cajas de cartón. Lo cierto es que se bebió una caja y la mitad de la otra, y eso lo pudo comprobar  al abrir la puerta de la heladera. No recordaba exactamente la cantidad que había bebido así que levantó el tetra-brick para tantear lo que quedaba. “Un litro y medio de vino –pensó– tampoco es demasiado”.  En realidad Pablo intentaba negar su acentuado alcoholismo y para eso usaba con escalas mentales, el humor, las excusas  o los refranes. Recordó aquel cartel del despacho de bebidas de Boedo: “El vino no emborracha, sino que entona” y en la cara se le dibujó una leve sonrisa.
Ya no existen despachos de bebida en la ciudad y Pablo lo sabe.
Ya no existen hombres bebiendo o invitando copas un sábado al mediodía en los mostradores. Todo eso es ahora una parte del pasado. 
Acaso igual que él, que acaba de cumplir sesenta y seis años.
En ese momento se siente algo mareado, camina hasta el baño, abre la canilla de agua fría de la ducha y mete su cabeza abajo, luego se seca el pelo y se mira en el espejo. El cristal bruñido le devuelve la imagen de un tipo canoso y ciertamente delgado. Entonces decide tomar su ansiolítico de todas las mañana para tranquilizarse un poco.
 La vida lo ha dejado solo hace muchos años.
Sus padres y su hermano mayor ya han muerto y su esposa, con la que no tuvo hijos, vive en un alejado lugar de Australia. Para Pablo es igual que si viviera en Marte. La ha borrado de su vida por completo y solo recuerda a Magda.
Desde que se jubiló dispone de su pensión y ha montado un pequeño taller en la casa.  Pinta y pinta sin cesar a Magdalena y no hace en su vida ninguna otra cosa. Ella fue su verdadero amor veinte años atrás y en un instante crucial lo abandonó por otro hombre.  Pablo terminó por aceptarlo  pensando  que acaso  Magda tendría sus razones. 
Pero sin embargo no encontró nunca  la forma de atenuar el dolor.
Una noche de alcohol se prometió a sí mismo que jamás  habría de olvidarla y eso es lo que estaba haciendo precisamente ahora.
Aunque siempre la pintaba de espaldas.
Magda con sus hombros desnudos bajo un sol implacable, Magda de noche en el azul del mar argentino, Magda con el cabello rubio y largo, Magda de novia con un velo de tul bordado. Magda, siempre Magda.
Luego solía vender las acuarelas en las ferias de arte y por alguna razón inexplicable la gente se las compraba.  Pablo superponía en capas transparentes la blancura del papel y la piel de quien fuera su amada. Lograba notables efectos de luz y colores inesperados. Tonos profundos para una acuarela a las que a veces modificaba  con esponjas y trapos.
Recatado, volvía la mayor parte del tiempo a su casa. Tenía una visión escéptica de las cosas como para pensar en algo diferente a esta rutina que de todos modos lo amparaba. Se sentía instalado felizmente allí y ninguna otra cosa le importaba. Al regresar, seguramente, no faltaría la caja de vino torrontés en la heladera y las acuarelas de Magda.
Con eso le alcanzaba.
Hasta que un día, una tarde opaca e indescriptible de otoño lo llamaron por teléfono.
Atendió y era Magda.


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miércoles, 19 de diciembre de 2018

Vacaciones en Bolivia


Edgardo Quispe es boliviano y tiene unos cincuenta años. Es uno de los muchos que han llegado al país en los últimos años. Es vecino de mi barrio y cada tanto me encarga un viaje de los autos que administro. Los choferes se quejan porque no desean transportar los paquetes de ropa que Quispe suele enviar a las zonas comerciales pero yo termino por convencerlos y ellos al final me hacen caso. Hemos desarrollado una especie de relación compleja que no incluye la amistad en los términos tradicionales. Yo tengo cierto afecto por él y Edgardo me dispensa un gran respeto. Somos una extraña pareja. Yo soy alto y el es bajo. Yo tengo la piel blanca y él la piel marrón oscura. A veces me ha dicho “¡Como me gustaría tener su altura señor Néstor” (Desde ya que nunca logré que me tuteara). Y yo le he contestado que a mí me gustaría tener un pelo tan negro y tan tupido como el suyo.
                Últimamente lo he llevado al bar donde suelo beber algunas copas por la tarde. Edgardo me dijo que ha optado en Argentina por hacerse simpatizante del Racing Club, mi propio equipo de fútbol. Yo intenté por todos los medios de disuadirlo pero nunca me hizo caso.
           Tuvo una mujer en su juventud, en Bolivia, que le dio hijos mellizos pero que por circunstancias de la vida y de la pobreza perdió todo contacto con ella. Luego de un par de copas a veces me suele contar de su añoranza y de su tristeza.  Piensa que emigraron, igual que él, pero no sabe adónde. Sólo le queda su madre, una colla de más de ochenta años que vive del dinero que Edgardo le envía desde Buenos Aires.
Se llama Encarnación, doña Encarnación, claro, y reside en las afuera de la ciudad de Potosí, la que fuera la más rica de América Latina hace unos doscientos años, con su cerro Rico repleto de  estaño, cobre, hierro, y sobre todo plata en grandes cantidades.
 Edgardo arregla su vida con prostitutas de la zona boliviana del barrio de Liniers y sólo piensa en hacer mucho dinero y en ninguna otra cosa.
A comienzos de Enero me comentó su desazón. Ya no quedaban pasajes para viajar en ómnibus a su tierra. Una mezcla de imprevisión y de mala suerte hizo que eso le pasara.
–No hay problemas Edgardo –le dije– Te llevo yo.
– ¿Está usted seguro don Néstor? –preguntó algo asombrado.
–Pero sí claro. –repliqué– ¿Y dónde queda Potosí, se puede saber?
–Está a unos 2000 kilómetros de Buenos Aires, en el Altiplano, antes de llegar a La Paz.
–Ah, qué bueno, entonces no está demasiado lejos.
–¿Pero cuánto me va a cobrar don Néstor?
–Nada Edgardo, me voy de vacaciones a Bolivia. Estoy solo acá en la ciudad de Buenos Aires, más solo que una ostra y no tengo compromiso alguno. Nunca conocí Bolivia, te llevo y de paso conozco tu tierra. Y dejá de decirme don Néstor porque ya no lo soporto más.
Fue así que salimos el 6 de Enero a la mañana, día de Reyes, con mi Renault Megane, bastante bien preparado para el caso y surcamos la autopista Panamericana en dirección al norte. A media tarde estábamos en la mismísima Docta, la capital de Córdoba. Yo le pregunté a Edgardo si quería continuar y él me dijo que sí. Y que lamentaba no saber conducir para ayudarme. Luego cruzamos la línea que divide la provincia con Santiago del Estero y al final recalamos en un pueblo llamado Villa Ojo de Agua donde por suerte había un pequeño hotel.
Allí pernoctamos y volvimos a salir.
Y a la mañana seguimos por la Ruta 9.
Hay bellísimos paisajes en todo el mundo, no me cabe ninguna duda, pero en cierto sentido el norte argentino también es maravilloso. Dormimos a la noche en Jujuy, luego llegamos a La Quiaca y al final, pasamos a Villazón.
Estar en Bolivia era otra cosa.
Cualquiera que haya viajado sabe que a veces las fronteras no son sólo una cuestión política sino también geográfica. Y yo empecé a notar tanta piedra y tanta altura que todo eso me abrumaba un poco.
– ¿Cuánto falta para Potosí? –pregunté.
–Unos 400 kilómetros. –dijo Edgardo.
–Espero llegar pronto. –contesté. – Porque tengo algunas nauseas.
Lo cierto es que me pareció el paraíso arribar a Potosí. En las afueras de la ciudad llegamos a una pequeña vivienda donde vivía la madre de Edgardo. Una señora muy vital y dinámica pero con la piel tan arrugada que daba la impresión de ser centenaria.
Edgardo nos presentó.
–El es Néstor. –dijo- Viene a pasar sus vacaciones en Bolivia y me trajo desde Buenos Aires. Es una muy buena persona.
En ese momento yo intenté acercarme para darle un beso en la mejilla pero noté que comenzaba a salir sangre de mi nariz y entonces recurrí al pañuelo para secarla.
–Llévalo rápido a la cama –dijo su madre– que tiene el soroche.
Luego perdí la noción de las cosas.
Por momentos estaba despierto, por momentos estaba dormido y por momentos soñaba. Tengo imágenes de doña Encarnación poniéndome compresas en la cabeza y otras veces dándome a beber un té en la boca. Tengo imágenes de mi juventud y hasta pensé que era un muchacho joven y que había llegado hasta allí manejando una moto.  Y algunas pesadillas, horribles pero luminosas, donde el océano era enorme, pero muy celeste y me aplastaba la cabeza.
Al final desperté, creo, un día y medio después, completamente transpirado.
–Ya todo pasó –me dijo la bellísima dama– Ya está curado.
Cuando me repuse, Edgardo me invitó a comer a una especie de cantina que había en el centro de Potosí. Me sentía bastante débil pero acepté su invitación. Comimos una sopaipilla y me bebí un té de coca. Luego le dí las gracias por la ayuda y por la atención de su madre.
            –¿Y usted qué piensa hacer ahora don Néstor? –preguntó mientras la comida todavía estaba tibia.
Voy a quedarme aquí Edgardo –repliqué–.Qué para eso he venido. Conduje mi automóvil 2000 kilómetros y tu país es una maravilla. De acá no me saca nadie. Me quedaré un par de semanas.
¡Y pasaré mis vacaciones en Bolivia!


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jueves, 13 de diciembre de 2018

Reflexiones de Diciembre


            Hace un par de días cumplió años mi hija y al día siguiente los cumplí yo. Si nos atenemos al almanaque, ella vino de regalo a mi vida y ciertamente lo fue. Hemos pasado juntos un par de jornadas de festejo en familia pero no exentos de champagne. Dos días que se estiraron luego a tres porque siempre es poca la celebración.
Todo muy civilizado.
Mi automóvil tuvo un percance y viajé en una parte del trayecto junto a mi ex esposa y a su actual pareja. Las cosas están más o menos bien entre los tres. Aunque debimos tomar algún recaudo debido a los celos de él. Por ejemplo, el regalo que mi esposa había comprado para mí me lo entregó mi hija en su lugar.
Llevamos veinte  años separados, aunque veinte años no es nada, como dice el tango. Por momentos estuvimos largos meses sin mantener contacto salvo para los cumpleaños o fechas similares pero últimamente nos enfermamos los dos y eso hizo que nos acercáramos mucho el uno al otro. Desde ya que solamente me causa preocupación su salud. No tengo ninguna  intención de reanudar nada. Pero su pareja, como es natural, desconfía.
Ahora es domingo y anochece. Se ha terminado el tercer día: es el festejo en mi país de la Inmaculada Concepción de  María y estoy solo en la quietud de mi casa. Me encuentro lleno de regalos,  reflexionando y sentado frente al teclado.
Acabo de preparar café y puse a Bach en el equipo de Audio.
He querido escuchar la Pasión según San Mateo, pero no completa, claro. Solo puse el Coro Final. He cobrado adicción por ese coro. Mi alma se llena de una gran felicidad cuando lo escucho. Y muchas veces me alienta en algunas convicciones que tengo acerca del arte y del tiempo que se va.
No quiero incurrir en excesos. En general soy muy parco al adjetivar pero para mí este coro es sublime de verdad.
Y eso me ayuda mucho a reflexionar.
Es que últimamente tengo serias cuestiones con la vida en general. A la mañana, cuando me afeito me miro al espejo con alguna desconfianza. Conservo casi todo el pelo pero se me ha vuelto blanco de un día para el otro. Hace un tiempo me lo recordó mi hija:
—Papá—dijo con un cierto desenfado— Estás completamente canoso.
Tengo además una relación lejana con mi correctora, a la que adoro de verdad. Ella sabe de quién hablo. Lo cierto es que vive muy lejos pero en la pantalla la distancia es solo un factor más.
 Hace poco le escribí un texto solamente para ella, pero tiene algunas implicancias adicionales y no sé si se lo habré de mandar. Nos bombardeamos a Gmail, a Skype y Whatsapp. En uno de sus últimos mensajes que me dijo que me notaba triste en las fotos y yo le dije que no estaba triste sino que estaba cansado.
De todos modos ella me vio mal. Y no quiero que mi correctora me vea mal.
Supongo que parezco introvertido y desde ya que lo estoy. Hay una cuestión de fondo en estas cosas y todos sabemos cuál es. He tomado una actitud frente al paso del tiempo desde hace varios años. Tengo una mirada algo triste, es verdad, pero también tengo la aceptación serena de esa misma tristeza. Y dispongo de una sonrisa que mira a la angustia desde lejos y con mucha calidad.
Coraje tengo de sobra y temple no me va a faltar.
A veces le digo a ella, a mi correctora, que siento como si en estos días  se derrumbara sobre mí todo el peso increíble del pasado. Las dudas, los errores, la temeridad, la valentía, los viajes que hice, los poemas que escribí y las bocas que he besado de manera insensata.
En fin, que es domingo y se acerca la noche. En una semana llegará el solsticio pero ahora son las siete de la tarde y  el clima se torna muy húmedo y oscuro.
No tengo miedo, solo tengo aprensión por el tiempo  que pasa.
Y a veces cuando estoy rodeado por la desilusión y el desencanto me pongo a pensar que  la vida no puede ser entendida por nadie.
 La vida es tan solo, un conjuro insondable.


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jueves, 29 de noviembre de 2018

Úrsula Restrepo


Úrsula Restrepo Uribe nació en Medellín, Colombia, en 1865. Era hija del terrateniente Francisco Restrepo Ramos y de una mulata que trabajaba en su hacienda llamada Leonor Uribe. La niña fue aceptada y reconocida por su padre, que estaba casado y tenía otros tres hijos, siendo inscripta en la Parroquia de Nuestra Señora del Carmen  de La Ceja, en las afueras de la ciudad.
Úrsula nunca conoció a sus tres hermanos y fue apartada desde el comienzo de su vida de cualquier relación social con la familia de su padre.  Su madre murió al poco tiempo de haber nacido y la niña fue criada en el Convento Domus Dei de las Hermanas Dominicas.
Tenía la piel levemente aceitunada, el pelo oscuro y rizado  y unos ojos verdes e insondables.
Úrsula creció bajo una estricta moral cristiana. Fue informada de La Biblia (muchos de cuyos versículos sabía de memoria) y de la llegada del Hijo de Dios y del Espíritu Santo y todas esas cosas. Una tarde, sin embargo, contempló que cuatro campesinos negros eran azotados, atados a un árbol, porque estaban sospechados de haber cometido un delito y la visión de aquel hecho alteró por completo su percepción del mundo.
Tenía por entonces 18 años y vivía rodeada por las monjas, sin amigas, ni amigos y sin novio. Una Navidad, las hermanas le informaron que era demasiado grande para permanecer allí, que debía abandonar el Convento y casarse con el hijo de un herrero al que ella detestaba.
Úrsula no lo pensó demasiado, tomó sus ahorros, armó una pequeña valija con sus cosas y viajó hacia Cartagena de Indias. Desde allí tomo un vapor hacia Nueva York, dónde según todos le decían, se encontraba el centro del mundo. En ese lugar trabajó de costurera junto a otras inmigrantes pero las condiciones del trabajo la agobiaban. Estuvo en Chicago en 1886 y le tocó vivir de cerca los acontecimientos que se desencadenaron a partir del 1º de Mayo de ese año. Luego regresó a Nueva York y allí notó que tenía condiciones de escritora. 
Algo se iluminó en ella en ésa década.
Trabajó como vendedora en una tienda y en los ratos libres, al regresar del trabajo, solamente se dedicaba a la escritura. De aquellos años proviene su extraordinaria trilogía: Crónicas de una Mujer, Diarios de Inmigrante y en especial Bajo la Encina, novelas donde aborda la temática de la mujer trabajadora, aunque más desde una óptica existencial que feminista. Cuando le llevó su primera novela a la editorial Collins de Nueva York Úrsula se sorprendió de la rápida aceptación de su manuscrito. Los libros fueron un éxito y enseguida pudo vivir de lo que escribía.
En 1897 y con 32 años recién cumplidos Úrsula, al igual que en su momento hiciera Rimbaud, abandonó la literatura para siempre.  No se dignó siquiera escuchar los ruegos de la editorial que le pedían, casi de rodillas, que escribiera al menos un libro más, dada las muy buenas ventas de los tres anteriores. Tenía una solida posición económica y además encontró el amor en un periodista neoyorquino llamado David Mark.  Juntos viajaron a Europa y allí comenzó el extraordinario periplo de Úrsula alrededor del mundo.
Estuvo junto a David en decenas de países mientras vivía de sus derechos de autor y de los libros de viaje que su esposo escribía. Nunca pudieron tener hijos aunque eso a Úrsula no le importó demasiado. Era una determinista convencida desde los tiempos en que leía a Espinoza en su pequeño cuarto de Nueva Jersey.
Conoció a Virginia Woolf en Londres y el propio Hemingway le pidió una entrevista. Úrsula había pasado a convertirse en una especie de leyenda dentro del mundo literario. David murió en Junio de 1935 y Úrsula, que sostenía dignamente sus 70 años decidió que ya era tiempo de regresar a Medellín.
Estuvo, como todo viajero que regresa, visitando  los lugares que más profundamente habían marcado su alma. Merodeó en un lujoso automóvil la hacienda donde había nacido y el convento donde había sido criada. Y también fue a escuchar al cantor argentino Carlos Gardel, que esa noche cantaba en la ciudad. La muerte del cantor al día siguiente en un accidente de aviación la afectó de una manera enorme. Úrsula amaba el tango y además a la canciones tristes como el fado y las canzonetas italianas.
Al día siguiente regresó a Nueva York.
Y allí vivió recluida dejando pasar el tiempo, junto a su dama de compañía y tan solo esperando la muerte.
Lo cierto es que eso no sólo no sucedió sino que Úrsula vivió hasta los cien años.  Su leyenda, naturalmente, se fue apagando con el paso del tiempo hasta que un día el escritor argentino Julio Cortázar la rescato del olvido y le refirió la historia a Gabriel García Márquez que por ese entonces estaba escribiendo Cien Años de Soledad.  El escritor colombiano quedó muy impresionado por aquella leyenda, en especial por la firmeza de su carácter, y terminó por inspirarse en ella para su personaje de Úrsula Iguarán.
Finalmente Úrsula Restrepo murió en Nueva York a finales de 1967. Tenía 102 años y tal cual fue su voluntad, sus cenizas fueron arrojadas al Mar Caribe


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